Cuentacuentos: la peregrinación élfica

La peregrinación estaba llegando a destino, y ya todos podían sentir la mano de Talara guiándolos. Gilthas estaba orgulloso, su hermandad había recorrido el mundo para encontrar, uno por uno, a todos los elfos con vida, y les había hablado del gran linaje al que pertenecían, y del gran destino que podrían alcanzar, unidos como un pueblo. 

Y ellos lo siguieron. El punto de reunión fue cerca de los muelles de Karpouzian. Allí, 18 elfos de distinto origen compartieron sus historias y se replantearon sus grandes dudas: ¿por qué eran diferentes? ¿cuáles eran sus orígenes, su pasado, y cuál sería su destino? Sólo Gilthas y su hermandad mostraban alguna seguridad al respecto, y tal vez por eso tuvieron tanto éxito en su convocatoria. 

Talara, la diosa que los había creado, tenía guardado para ellos un papel muy importante en el destino del mundo, de Tûndar, que les sería revelado en cuanto viajaran a la isla de Bulaqadar. Muchos dirigieron una última mirada compasiva a la ciudad de Karpouzian, desgastada por competencias de poder entre magos y rodeada de tierra moribunda. Su solución para el mundo no tendría nada que ver con la de los humanos, y definitivamente no con los magos, cuyo legado ruinoso se podía percibir por doquier. Los elfos jamás se habían sentido del todo parte de la humanidad, pero sí del mundo: de los árboles, de los animales, del hielo, el desierto y las montañas. Tenía sentido que ellos conservaran el lazo con lo divino que los humanos habían olvidado.

Por supuesto, Gilthas estaba muy seguro de todo, a pesar de no saber nada sobre la naturaleza del llamado de Talara: por qué debían ir al bosque de los mil estanques, qué debían hacer allí, y qué pasaría luego. Laureana, una elfa ermitaña que lo acompañaba, tenía más dudas: sentía en carne propia las cicatrices en la tierra de todos los nobles intentos por cambiar el mundo, como para creer en esto. Pero por sobre todas las cosas, deseaba aprender y entender más, y la reunión de todos los elfos parecía un acontecimiento demasiado relevante como para dejarlo pasar.

Cruzaron el nido de serpientes, como llamaban los marineros al mar que baña las costas de Karpouzian. Y también atravesaron la explosión de islitas que rodean a Bulaqadar, maravillados por lo que veían o por lo que les hacían ver los relatos de algunos marineros: incluso en sus últimos días, Tûndar ofrecía espectáculos y leyendas a sus habitantes. A medida que se acercaban a la isla mayor, la luna se agrandaba y enrojecía, y todo daba la sensación de volverse más importante o terrible. Al momento de desembarcar, la noción de un destino se había afianzado en todos ellos.


La isla de Bulaqadar ha de ser el pico de una montaña ahogada por las mareas del tiempo, porque es escarpada e inhóspita como pocos otros lugares. Sólo los enanos, adaptados por completo a su carácter arisco, disputaban territorio a los hombres bestia, que danzaban a la luna y le rendían culto en el valle central de la isla. Hacia allí viajó la silenciosa comitiva de elfos, tratando de no intervenir en esa guerra, hasta que finalmente llegaron al "bosque de las mil lagunas".

No era como lo esperaban, desde luego: una estatua de una mujer sosteniendo unas tablillas miraba hacia una zona despejada, con 20 pequeños espejos de agua (no 1000), situados a intervalos regulares y no muy profundos, como si se hubieran formado casualmente en una lluvia. Todavía no sabían bien qué pasaba, pero Alana, líder de la hermandad, ya estaba ubicando a los elfos en cada uno de esos espejos de agua. 

Una voz empezó a brotar de la estatua, un sonido que tal vez subía a ella desde lo más profundo de la tierra en que estaba enterrada. Esa voz los saludó, y les comentó el motivo de reunirlos allí, les contó una pequeña historia: hacía un tiempo, por la época en que los magos se disputaban el mundo en grandes guerras, Sadhana, una maga de gran poder, era acorralada por sus enemigos. Sadhana estaba convencida de haber encontrado el equilibrio entre el mundo y la magia, pero necesitaba aplacar a los demás magos para ponerlo en práctica, y su supervivencia era vital para que hubiera esperanzas para el mundo. Para salvarse, creó 20 seres en su castillo, mientras truenos y llamas anunciaban que sus enemigos estaban cerca. Los hizo con la esencia del mundo, para que vivieran la vida de Tûndar, y reencarnaran una y otra vez con él, hasta que llegara un momento en que pudieran reencontrarse. Porque, en cada uno de ellos, puso parte de su ser, para que llegado el día pudieran unirse y Sadhana abriera los ojos nuevamente, lista para llevar a cabo su plan. Desperdigó a los 20 elfos por el mundo y se destruyó en el proceso, o se fragmentó. A esta historia siguió una larga letanía, en la que Sadhana mencionaba los 20 nombres secretos de los elfos, y a continuación de cada uno qué parte de su alma representaba.


Y finalmente un susurro de Sadhana les explicaba cómo llevar a cabo el ritual, pero nadie escuchaba del todo. ¿Y el destino que Talara les tenía preparados? ¿Después de todo este gran viaje, resultaban los elfos no ser más que otra creación de los magos? ¿Sería cierto que los dioses habían abandonado hacía tiempo este mundo? La revelación necesitó de tiempo para ser asimilada, y al silencio atónito le siguieron las discusiones, ya que lo que estaban por hacer volvería a la vida a uno de los grandes magos de antaño, lo que no era poca cosa. Y además, porque la estatua les había dicho que podrían morir al realizar el ritual.

Fueron las palabras de Laureana las que ayudaron a definir la discusión: la sanación del mundo ya no podía venir de los magos. Ellos habían aportado al mundo su parte, pero su ciclo se había cerrado. Si los elfos, en su conjunto, eran el alma de Sadhana, entonces la decisión que tomaran iba a representar lo que ella hubiera considerado mejor. "Además, agregó, la voz dijo que yo representaba el sentido de los límites, de lo correcto e incorrecto, en Sadhana. Yo no deseo participar de esto, y si recrean a Sadhana sin mí, estarán creando un monstruo amoral." Gilthas, en el último momento y a pesar de todas las dudas que lo desgarraban, supo confiar en el instinto de su compañera y apoyarla, y así lograron convencer a los elfos que insistían en realizar el ritual. Esa noche dejaron atrás la estatua, y con ella esa última tentación de revivir un pasado cuya grandeza todavía deslumbraba a los habitantes de Tûndar.

No tengo mucho para agregar esta vez al relato, salvo comentar que esto sucedió en la sesión final de una campaña de Dungeon World que ya mencioné varias veces en otros posts. El grupo estaba por definir varias cosas sobre el futuro de Tûndar (así llamamos al mundo), y ésta fue una de ellas. ¿La reflexión? Creo que estas grandes encrucijadas, estos momentos en que los personajes deben tomar una decisión que lo cambiará todo, son muy potentes y memorables cuando se dan de la forma correcta. En momentos así, no son sólo los personajes los que se pronuncian, sino que también los jugadores revelan algo sobre ellos mismos, y si el grupo trabajó bien para llegar a ese punto, la decisión no dejará indiferente a nadie. En esto encuentro una de las particularidades más interesantes de los juegos de rol.

¡Nos vemos el lunes con una reseña!

Comentarios

  1. Muy grosso... Es la clase de disyuntiva que vuelve a los personajes los verdaderos forjadores del destino del mundo, y no sólo sus campeones contra el villano de turno. Pura epicidad, te felicito!

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  2. Muchas gracias! Debo decir que fue la campaña más lograda desde que dirijo, y estos momentos fueron en parte la clave.

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